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Nguyen

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Publicat a la revista Narranación 5
Escolta el programa on parlem de «Nguyen» amb els seus autors Capítulo 5 (CAT)

NGUYEN

Nguyen Van Vu, «Cejapartida» en los bajos fondos pequineses, brutal como un rinoceronte, hostelero sin escrúpulos, vietnamita renegado, maltratador de prostitutas, secuestrador de los que amputan dedos, ludópata y cocainómano, cazador furtivo y anticomunista, defraudador fiscal, adicto a la carne de perro y al ungüento de pangolín, vio concluida su nefasta trayectoria al causar la muerte a cinco clientes tras servirles cerdo infectado de botulismo en uno de sus restaurantes low cost.

La justicia china, siempre poética y ejemplar, decidió ejecutarlo mediante una aplicación innovadora de la ley del talión: su última cena del condenado a muerte sería, al mismo tiempo, su última cena.

El director de la prisión le estaba esperando en un cuartucho con un ventanuco por el que se entreveía una luna hosca. Absurdamente, en el alféizar había una maceta con un potus.

–La cena está servida.

Nguyen se quedó mirando los platos con el ceño inconfundible de los que van a morir.

Señaló una especie de pato laqueado que emitía una extraña luminiscencia.

–Pato al agente naranja. Producto de tu tierra. En algunos campos defoliados aún se encuentra alguno. Quien lo prueba no puede repetir: this is the end.

El hostelero homicida tragó saliva e indicó otro plato:

–¿Y esto?

–Revoltillo de amanita phalloides. Las recogí yo mismo en el bosque prohibido de los suicidas. Un plato idóneo para los adioses. Ideal para el día de Año Nuevo, cuando has tomado la decisión de no cumplir ninguno de los buenos propósitos.

–¿Y esta especie… de cataplasma?

–Tortilla terminal. Si te fijas bien, verás cómo bulle gracias a su relleno de salmonela modificada genéticamente. Te dará descomposición. Lo malo es que seguirás descompuesto hasta que te descompongas del todo.

A Nguyen se le había secado el gaznate.

–¿Esto serán los postres, supongo? –dijo con voz ronca, señalando un amasijo grisáceo que burbujeaba.

–Supones bien. Son natillas elaboradas con la leche de la última vaca de Chernóbil. De haberla visto, ni el propio Picasso habría imaginado que fuera una vaca. Son unos postres de digestión lenta: antes de digerirlos te digieren ellos a ti, después de devorarte por dentro.

El reo afirmó lentamente con la cabeza, con el gesto fatalista de los que ya tienen un pie en la tumba.

–¿Debo tomar el menú completo?

–Puedes elegir –repuso el director–. No querría que te fueras empachado.

Se decidió por el revoltillo de amanita phalloides.

Al menos era el plato más natural de los tres.

+ + +

¿Estaba vivo? ¿Estaba muerto?

¡Era libre!

Nguyen Van Vu caminaba por una calle de su ciudad natal y se sentía casi bien, salvo por un regusto desagradable en la boca y un poco de acidez de estómago.

Entró en un bar en busca de magnesia. El camarero era un hombrecillo triste y mustio como un boniato abandonado en un cajón.

–No tenemos.

–¿No tenéis magnesia ni nada que se le parezca? ¿Ni una pizquita de polvos de lengua azul de chow chow?

–No.

–¿Cómo es posible?

–Estamos en el infierno.

–¿Cómo?

El camarero se encogió de hombros.

Del susto, a Nguyen le dio un apretón.

–¿Dónde está el baño?

–No tenemos.

–¿Qué dices?

–Estamos en el infierno, señor.

De modo que tuvo que hacer de vientre en un descampado. Como no había ni una mísera piedra, se limpió con una hoja de periódico que el viento, servicial, arrastró hasta sus pies. Casualmente, era la página de las necrológicas, y entre las esquelas mortuorias encontró la suya. Debajo de su nombre decía lo siguiente:

OJALÁ TE ASES EN EL INFIERNO

Acostumbrado como estaba a las amenazas, ese «buen» deseo lo dejó frío. Aparte de eso, tampoco se creía que estuviera en el infierno: aquello se parecía demasiado a su ciudad. Echó un vistazo al mojón que había expulsado de su cuerpo y comprobó, atónito, que tenía la forma y el color de una amanita phalloides: ¡había cagado una seta! ¿Sería una buena señal? Pensó que sí. Su organismo debía de haberse librado por fin de las toxinas que le habían hecho alucinar que estaba en la cárcel a punto de ser ajusticiado.

Sería mejor que regresara de inmediato a su restaurante.

Tomó el autobús: era el único pasajero. Estuvieron circulando media hora sin detenerse en parada alguna. Le dio la impresión de que se había subido a un bus turístico, pero los sitios por los que pasaban eran deprimentes: calles vacías, tiendas cerradas, descampados y más descampados. Parecía una ciudad evacuada.

Se acercó al conductor. Era un tipo marchito y gris como uno de esos pañuelos arrugados que encontramos en los bolsillos de los batines.

–¿Se puede saber a dónde vamos?

–A ninguna parte –repuso–. En el infierno no hay adónde ir. Haces lo mismo que en vida, pero sin ningún propósito concreto. Si en vida conducías un autobús, ahora lo sigues conduciendo sin pasajeros y sin cobrar un dong.

–Yo soy un pasajero.

–Eres nuevo todavía. Los veteranos no suben jamás. Saben perfectamente que no los voy a llevar a ninguna parte.

El condenado se apeó de ese autobús inútil y se dirigió a pie a su restaurante.

Estaba cerrado a cal y canto, como todas las tiendas. 

Empezaba a dolerle la cabeza.

Afortunadamente, la farmacia del barrio estaba abierta.

–Una caja de aspirinas, por favor.

La farmacéutica era una mujercilla triste y arrugada como un panecillo mohoso olvidado en el fondo de una cesta.

–Solo tenemos una y caducó hace tres meses.

–¿Solo tenéis una aspirina? –preguntó Nguyen, estupefacto.

Ella se encogió de hombros.

–Estamos en el infierno, señor. En este lugar la vida es un constante dolor de cabeza que no tiene cura.

Nguyen fue parando a la gente –escasa– que se topaba en la calle. Todo el mundo repetía la misma cantinela: «estamos en el infierno», «estamos en el infierno». Todo el mundo tenía la misma cara de resignación y de aburrimiento.

Entró en un supermercado: en los estantes no había más que cajas vacías, latas vacías, bolsas vacías. Los «clientes» llenaban los carros, daban un par de vueltas y cuando se cansaban del juego volvían a dejar los envases donde los habían encontrado.

Así mataban el tiempo.

Fue a buscar su casa, pero ya no existía. Tampoco dio con el local nocturno donde pasara tan buenos ratos jugando con una prostituta compatriota suya llamada Mai. Buscó un hotel, pero todos estaban «completos». Fue al cine, pero la película, The Demon Lover, se interrumpió a los veinte minutos. Ni siquiera le devolvieron el dinero de la entrada. Ni siquiera tuvo tiempo de ver en acción al jinn reptiliano que salía en el cartel.

Al final no le quedó más remedio que rendirse a la evidencia. Su madre ya se lo advertía: «Hijo, si no dejas de hacer barbaridades vas a ir derechito al infierno». Nguyen tuvo que admitir que su vida era un catálogo exhaustivo de barbaridades, por lo que algún Dios debía de haberlo castigado. Lo que nunca habría sospechado es que el castigo pudiera ser tan aburrido.

La escasez y el caos eran la norma.

La única ventaja es que no tenías que ganarte el pan con el sudor de tu frente: todos los días, a horas distintas, como una parodia del maná bíblico, del cielo comenzaban a caer unas bolas duras de color marrón cuya consistencia y sabor recordaban el pienso para perros. Afortunadamente, había para todo el mundo. Sólo tenías que salir con una bolsa y recoger tu ración diaria. No se comía nada más. En restaurantes y bares servían la misma bazofia con leves retoques: bocadillo de pienso, puré de pienso, revoltillo de pienso, sopa de pienso y así sucesivamente.

Si la lluvia te pillaba en la calle, más te valía que te cubrieras bien la cabeza con los brazos, ya que esas bolas durísimas hacían unos chichones de aúpa.

Era como si Dios arrojara puñados de pienso al ganado que eran ellos.

Además, era imposible encontrar un paraguas.

Para beber solo disponían del agua de las fuentes, que tenía un sabor repugnante a cloro y orines, como si procediera de las piscinas más abarrotadas del mundo.

Tampoco había pájaros, ni insectos, ni peces, ni perros, ni gatos, ni ratas, ni ningún tipo de animal doméstico o salvaje. ¡Cómo echaba de menos Nguyen la carne canina y el ungüento de pangolín!

Los únicos animales eran ellos.

Animales extraviados que aparentaban que todo era normal, que dormían y se levantaban y fingían trabajar, pero en realidad se pasaban la noche sentados en escaleras esperando a alguien que no venía ni vendría más, y al día siguiente fingían ir de compras al supermercado.

Nguyen tuvo que instalarse en un banco, en mitad de un parque. Su vida cotidiana se reducía a dormir, estirar las piernas, comer y hacer de vientre.

Ahora ya no expulsaba setas, sino unas cagarrutas casi idénticas a las bolas de pienso que caían del cielo.

Al cabo de unos días que se le hicieron eternos –como suele ocurrir en el infierno–, por fin descubrió cuál sería su castigo.

El pienso seguía cayendo de las alturas, pero cada vez lograba recogerlo en menor cantidad, como si los demás condenados llegaran siempre antes. Por más que corriera, cada vez cargaba la bolsa con raciones más pequeñas.

Hasta que al final se iba con las manos vacías.

El pienso caído del cielo ya no era para él.

No había otra explicación.

Empezó a pasar hambre.

Y de pronto se acordó de cierto refrán:

«A buen hambre no hay pan duro».

Era la dura verdad.

Así pues, no le quedó más remedio que empezar a alimentarse del único pienso que tenía a su alcance.

El que le salía del culo.

El sabor tampoco era tan diferente.

Ya no tenía que correr ni que sufrir.

Su culo se había convertido en su despensa.

He aquí su castigo.

A pesar de todo, Nguyen Van Vu tenía la certeza de que terminaría por acostumbrarse a ese tipo de alimentación autosuficiente y circular.

Hasta era posible que se le ocurriera alguna receta para preparar su propia mierda y lograr que los demás le pagaran por comérsela.

La eternidad es muy larga y no hay nada más aburrido que el infierno.

10,00 

Capítol V

Amb els relats de:

Chistopher Mammano, Javi Fernández, Rafa Mota, Georgina Guixà, Ricard Closa, Jesús Cerezo, Josep Sampere, Vanesa Carcasona, Jordi Vendrell

les il·lustracions de:

Xavier Mula, David G. Fores, Marc González, Yona Rochel, Sígrid Martínez, Gerard Freixes, Albert Vendrell, Nil Morist, Joana Sardà, Teresa Suau, Albert Soler, Nat Guix, David G. Forés

i el còmic de:

Gerard Freixes

Il·lustració de coberta: Marc González